Page 181 - Perú indígena y virreinal
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  religión y cosmología ALICIA ALONSO
La inmensidad del desierto costero, con mil gamas de colores y texturas, la belleza de los lagos andinos, los imponentes picos nevados controlándolo todo, hicieron sentir al hombre andino como parte de un escenario total- mente vivo y cambiante del que también él formaba parte.
Así pues, el concepto animista de que todo lo que le rodeaba estaba vivo, quedó reflejado y grabado desde los orígenes de su civilización.
La Pachamama, o madre tierra, fue sin duda su principal punto de refe- rencia y pasó a estar presente en numerosos rituales de la vida cotidiana y ritual.
La relación con el entorno y los seres que lo componían generó las primeras prácticas de religiosidad andina, y animales y plantas fueron elegidos como «protectores» o «tótemes» locales. Los felinos, el cóndor o la serpiente fueron algunos de ellos, y pronto la religión alcanzó sus mejores momentos de esplendor en torno a los centros de poder o cen- tros ceremoniales aglutinando el culto oficial en torno a deidades como el Felino en Chavín de Huántar, el Dios de los báculos en Tiwanaku o el Sol y la Luna en el Korikancha de Cuzco.
Los restos de la arquitectura monumental, junto a las evidencias que el arte nos ofrece, nos lleva a conocer un sinnúmero de sacerdotes o espe- cialistas del culto con tocados diversos, extraños, con formas animales o símbolos de autoridad, en posturas o gestos rituales que nos ofrecen mul- titud de arquetipos gestuales, tal y como podemos ver en la exposición.
La gran cantidad de vasos ceremoniales y utensilios decorados con las representaciones de las deidades confirman la importancia que los cultos oficiales tuvieron a lo largo de su historia.
Oráculos como el de Pachacamac (Lima) o el de Copacabana (Titica- ca) mantuvieron su fama mucho tiempo después de la ocupación espa- ñola; allí se interpretaban las entrañas de las llamas o de las aves buscan- do el mejor momento para la toma de decisiones.
Los dioses exigían sus ofrendas a cambio de protección, lluvia, buenas cosechas, abundancia de ganado... y así los quechuas y aymaras los col- maron de alimentos como el maíz, la chicha, o de conchas de la mar como el spóndylus, de increíbles telas de cumbi o de sacrificios de animales como la llama. Pero los dioses siguieron pidiendo y la ofrenda más valio- sa la constituía la vida humana, y así niños y niñas, hombres y mujeres, fueron ofrecidos a los dioses en ocasiones señaladas.
«El culto a los cerros», tal y como se puede ver en la exposición, incluía la práctica de estos sacrificios y los hallazgos arqueológicos de los últimos años —Ambato— así nos lo confirman. El hombre andino subió hasta
alturas superiores a los 5.000 metros sobre el nivel del mar en favor de sus dioses o de su Inca.
La religiosidad popular por su parte obedecía los mandatos de las elites, participaba de las fiestas y ofrendas oficiales pero nunca olvidó sus lugares de adoración, las lagunas o las cuevas de donde procedían, las piedras de formas extrañas cercanas a sus asentamientos, los lugares donde enterraban a sus ídolos, sus cerros, constituyeron siempre sus huacas locales.
Sus chamanes fueron los grandes especialistas en el conocimiento de las plantas con las cuales consiguieron sanar y controlar sus enferme- dades, realizaron augurios con las entrañas del cuy —conejo de Indias— e interpretaban las hojas de coca. Sus mesas —altares— reunían un sin- número de objetos mágicos y ofrendas a los dioses.
Pero si hubo una creencia compartida por elites y campesinos, ésta fue el «culto a los muertos». La costa sur andina (Paracas, Nasca) nos intro- duce en estos rituales de enterramiento ya antes del 2000 a. C. El medio ambiente desértico con unas condiciones idóneas para la conservación, hizo que los cuerpos mantuvieran sus rasgos y personalidad durante un tiempo indefinido. La preparación posterior del cadáver, por parte, posi- blemente, de especialistas, consiguió convertir en momias los restos de los antepasados y la calidad de algunas de ellas que conservan hoy en día sus peinados, ropas o dulzura de los rasgos, todavía nos asombra. Pero las momias no permanecieron dormidas en su lecho, sino que formaron par- te de la religiosidad general, se las veneraba, se les pedía protección y en ocasiones se las paseaba por los campos para asegurar la abundancia de las cosechas.
En el caso de los incas, tanto sus momias como las de sus mujeres, fueron cuidadas de por vida por su grupo de parentesco, consultadas como oráculos y veneradas como dioses.
Los ritos funerarios reflejaron claramente la posición social del indivi- duo, y así en las tumbas de los grandes señores se incluyeron numerosas vasijas cerámicas, conchas, todo tipo de objetos de metal, tocados y teji- dos de plumería, sus propias armas, máscaras funerarias, y lo más signifi- cativo «los acompañantes del difunto». En su camino al más allá, el señor sería atendido por ellos en sus necesidades. Sin embargo, la vida de los muertos no se identificó en los Andes con un sentimiento trágico o fata- lista, sino más bien como una continuación de la vida. La creencia en un mundo de arriba, un mundo presente y un mundo de abajo, permitió una ordenación del cosmos y un equilibrio que caracteriza, aún hoy, a las gen- tes de los Andes.
[ 188 ] CATÁLOGO. PERÍODO INDÍGENA


















































































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