Page 310 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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La reforma del Estado que Azaña se dispone a emprender desde la Repú- blica no puede disociarse de su visión del pasado peninsular, pero tampo- co de su decidida voluntad de cancelar uno de los mitos más consolidados a partir de la ambigüedad del término imperio, el mito de las dos Españas, a través de la acción política y no solo de la crítica historiográfica. Azaña es de los primeros escritores españoles en recordar que Isabel la Católica es una reina usurpadora, y también en advertir la espiral de sectarismo que acabará trascendiendo su reinado por las implicaciones políticas sobre un papado y una cristiandad en lucha con el islam. La destrucción del sistema institucional vigente en la época en que Isabel accede al trono por las ar- mas, forzando la voluntad de unas Cortes que, en Castilla lo mismo que en el resto de la cristiandad, albergaban el pacto entre el soberano y los estados, deja un vacío de legitimidad que los propagandistas al servicio de la reina y de su consorte, Fernando de Aragón, colman exigiendo a sus súbditos cerrar filas en torno a la religión católica frente a un enemigo exterior musulmán. La estrecha vinculación entre el poder político y el credo religioso que propiciará esta estrategia ideada para apuntalar el poder ilegítimo de Isabel –una estrategia, por lo demás, propia de los sistemas autoritarios de cualquier época y no de la modernidad que verá más tarde la historiografía nacionalista– se mantendrá invariable durante los siglos si- guientes, primero, por la vigencia del principio dinástico y, después, por la acción política e ideológica de un tradicionalismo que tenía a su dispo- sición la totalidad de los resortes del poder. La sustitución de los Habsbur- go por los Borbones en la Guerra de Sucesión de 1714 no fue bastante para que, pese al cambio de dinastía, esos resortes se desactivaran o pasaran efectivamente a nuevas manos. Es algo que, según piensa Azaña, estuvie- ron a punto de conseguir Carlos III y sus ministros, pero que abortó la invasión napoleónica al desencadenar un nuevo repliegue en torno al tra- dicionalismo y propiciar el sometimiento de la dinastía Borbón, encabe- zada entonces por Fernando VII, a la alianza entre el poder político y el credo religioso. Llamar afrancesados a los ilustrados españoles, de acuerdo con la expresión popularizada bajo el reinado de Fernando VII, ratificaba la vieja idea de que cualquier credo o programa que colisionara con el catolicismo era necesariamente extranjero, con independencia de que quie- nes lo profesaran, como Quintana o Jovellanos, hubieran tomado inequí- voca posición por razones estrictamente patrióticas contra la invasión na- poleónica y la monarquía de José Bonaparte. El propósito detrás de esta deliberada confusión no es diferente, como bien advierte Azaña, del que anima a los propagandistas de Isabel la Católica cuando convierten a los musulmanes en árabes, algo de lo que se había quejado Cervantes al hacer decir a Sancho Panza que el problema morisco es resultado de que en España no existiera libertad de conciencia, no de ninguna invasión extran- jera originaria. Ni tampoco del que perseguirá el filósofo Manuel García Morente cuando, avalando la rebelión contra la República y rehabilitando el programa político de Isabel y Fernando, escribe en pleno siglo xx que: “Quien dice ser español y no ser católico, no sabe lo que dice”.
el fuste torcido del liberalismo español 309