Page 243 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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en las Cortes y en el Ayuntamiento de Madrid, pero Azaña no consintió en entrevistarse a solas con el jefe del Gobierno francés.
No hubo, ni por asomo, intentos de firmar ninguna alianza y aún menos de tipo militar. Lo que Francia quería era asegurarse el voto de España en la Sociedad de Naciones en sus aspiraciones sobre el desarme, destinadas a frenar el rearme alemán. Y lo que España perdió fue la ocasión de, al me- nos, haber barajado las posibles contrapartidas españolas ante la aparente solicitud de Francia. Pero no hubo ni una ni otra cosa. Herriot se marchó un tanto desconcertado ante la actitud de Azaña, a pesar de ser despedido en la estación del Norte de Madrid en un tono muy distinto al de su llega- da y a los sones de La Marsellesa, y Azaña, muy en línea con su carácter concienzudo y nada improvisador, no se dignó sopesar lo que Herriot hu- biera podido plantearle.
Los resultados tangibles de la visita fueron escuetos: se firmaron tres con- venios de reciprocidad sobre el régimen de trabajo, asistencia y seguros sociales de los trabajadores españoles en Francia y de los trabajadores franceses en España (un tratado de arbitraje y asistencia, un convenio sobre seguros sociales y un acuerdo para facilitar la admisión de residen- tes). De uno de ellos creyó deducirse después el compromiso español de adquirir armas en Francia, aunque ese supuesto compromiso pertenece a un tratado muy posterior, firmado cuando Azaña ya no estaba en el Go- bierno. Tras el viaje a España, Francia volvió la mirada a Italia y se olvidó de la cuestión.
La visita, sin embargo, no fue del todo baldía. En el plano de la política interna, la República, recién salida de la intentona de Sanjurjo, se vio polí- ticamente refrendada con el respaldo oficial de la Tercera República fran- cesa, mientras, en Ginebra, Francia recibió el apoyo de España al reanudar- se las sesiones de la Conferencia de desarme en febrero de 1933. El ansiado “golpe psicológico” a sus rivales centroeuropeos quedó un poco descafeina- do, pero ambas partes se vieron parcialmente satisfechas con los resultados de tan improvisada iniciativa.
Cabe preguntarse por qué Francia, que siempre había considerado a Es- paña un peón muy secundario en el tablero internacional, tomó la inicia- tiva en este momento. Las razones, una vez más, hay que buscarlas en Ginebra. España gozaba de una posición un tanto señalada en la Sociedad de Naciones como impulsora y cabeza visible del Grupo de los Ocho (integrado por los tres países escandinavos, Bélgica, Holanda, Suiza, Che- coslovaquia y España), a los que el Pacto ofrecía la cobertura necesaria en caso de guerra, especialmente cuando el compromiso de reciprocidad, implícito en él, aún se dibujaba lejano en un horizonte que todavía se preveía de distensión internacional. La República había dado muestras de una mayor independencia a la hora de tomar decisiones, alejándose de la
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