Page 127 - Azaña: Intelectual y estadista | eBook
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comprometido con la colección Clásicos de la Lectura para escribir el pró- logo y las notas de una edición de Pepita Jiménez, y fue Azaña quien la hizo al fin, a la vez que maduraba el empeño de escribir una biografía del escri- tor a la que dedicó los años 1924-1926. El original de Vida de don Juan Valera fue presentado al Premio Nacional de Literatura, cuyo jurado presi- día Gabriel Maura, y lo ganó junto con la Introducción a la historia de la mística española, del joven y prometedor Pedro Sainz Rodríguez.
Su afición por Galdós ha sido menos subrayada. Solo la nueva edición de las Obras completas nos ha permitido disponer del proyecto de un trabajo sobre el teatro de Galdós, al que ya habían precedido dos largos resúmenes comentados de Realidad y Voluntad. Las notas son, sin duda alguna, el material de base para una conferencia, pero también el esbozo de una rei- vindicación que anticipa a las más recientes exploraciones críticas de la dramaturgia galdosiana: Azaña recalcaba ya la importancia del simbolismo galdosiano, la solemnidad escénica que el escritor buscaba y la repetida “construcción de un carácter puro para expresar una idea, una tendencia, un programa”; pensando sin duda en el IV acto de Amor y ciencia, subra- yaba la “construcción betoveniana” [sic], y también la importancia de obras ya tan olvidadas como Alma y vida, pero también los defectos de El abuelo (la “prolongación excesiva del conflicto” y la reiterativa caracterización del conde de Albrit, su protagonista)... Concluía con una certera apreciación del último Galdós, el menos conocido: “¡No será menester disculparse de hablar de Galdós! [...] Tengo la creencia de que Galdós es en las letras de la España un punto culminante: en él se resumen aspiraciones, trabajos, tanteos de larga progenie [...]. El punto a que llevó la novela ha impuesto, inmediatamente después que él, hacer otra cosa. Y aun él mismo quiso hacerla” (VII, 577-582).
¿Y sus estrictos contemporáneos? Ya hemos señalado su aprensión genera- lizada ante el talante finisecular. Azaña nunca hizo mucho caso de Miguel de Unamuno e incluso fue censor implacable de sus claudicaciones ante la monarquía; véase el artículo “El león, don Quijote y el leonero”, sobre la visita de Unamuno al rey, que publicó en La Pluma y se integró luego en la sección de “Objeciones” de Plumas y palabras, 1930 (II, 104-107). Aun- que fue buen amigo y contertulio de Ricardo Baroja, nunca pareció muy devoto de su hermano Pío, con quien polemizó cuando, en 1912 y avecin- dado Azaña en París, salió en defensa de la cultura francesa frente a los elogios que Baroja solía hacer del espíritu germánico: véase en “Las arries- gadas proposiciones de Pío Baroja” (I, 165-167). Y fue uno de los pocos escritores de su tiempo que se resistió al reconocimiento del Azorín de Lecturas españolas, publicado en 1912, un libro que aseguró su reconcilia- ción con sus colegas progresistas. El armisticio fue signado en la Fiesta de Aranjuez, que se le ofreció en noviembre de 1913, pero Azaña no estuvo allí. Como es sabido, los oficiantes principales fueron Ortega y Gasset, entonces ocupado por la constitución de la Liga de Educación Política
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