Page 53 - Eduardo Mendoza y la ciudad de los prodigios
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tiva, como un diamante en bruto, y como una persona con inquietudes, que fomentó desde primera hora la inclinación de su hijo hacia el universo narrativo. Eduardo y su madre acudieron juntos durante años, los jueves por la tarde, a los cines de sesión continua, en los que vieron las grandes películas comerciales de la época, desde «Las minas del rey Salomón» hasta «Fort Apache».
Eduardo Mendoza inició su escolarización en dos colegios de religiosas, próximos a su domicilio: Nuestra Señora de Loreto y las Mercedarias. En ambos permaneció sólo un curso, antes de ser matriculado, desde 1950 hasta 1960, en los Hermanos Maristas del paseo de San Juan, donde realizó los estudios de enseñanza media. Mendoza no guarda buen recuerdo de su paso por este centro ni de sus métodos pedagógicos o disciplinarios. Pero admite que en sus aulas descubrió la gran tradición literaria española, se familiarizó con ella y la disfrutó. Lope de Vega, Calderón de la Barca, Fray Luis y, por supuesto, Cervantes pasaron a formar parte de su universo a hora temprana.
La formación literaria de Eduardo Mendoza tuvo otros dos escenarios dignos de mención, además del familiar y del escolar. El primero fue el piso de su abuela materna, en la calle Consell de Cent, también en el Ensanche, dotado con una biblioteca en la que confluían tres: la de su abuelo, un lector de sensibilidad anglófila; la de su tío Carlos, que vivía allí con su abuela; y la de su tío Ramón, periodista y escritor por entonces exiliado en Buenos Aires. Entre los libros de este último descubrió los de los principales autores de la tradición inglesa, francesa o rusa: Dickens, Balzac, Stendhal, Proust, Dostoievski, Chéjov, etcétera. «Aquellos volúmenes –recuerda Mendoza– fueron mi salvación en una época tediosa y nada estimulante». Por último, y ya en la dimensión social, es preciso mencionar las lecturas que compartió con un grupo de amigos, entre ellos el poeta José Luis Giménez Frontín, durante los veraneos de adolescencia en Caldes d’Estrac: desde los clásicos grecolatinos hasta Kafka. Como recuerda uno de esos amigos, el ingeniero Luis Ibáñez, «la palabra era ya entonces para Eduardo el instrumento de la convivencia».
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