Page 4 - Actas Afrancesados y anglófilos
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La excesiva diversidad de cosas admirables que perciben conjuntamente en París los extranjeros los deslumbra; los equipara a quienes salen repentinamente de las tinieblas a la luz, o a quienes, al haber caído inadvertidamente al agua, ignoran qué les ha sucedido.Ello hasta tal punto que el autor recomienda a los viajeros, para que no queden cegados por una exposición repentina al resplandor de la gloria de Francia, que visiten antes Inglaterra y Holanda.La nobleza y la burguesía acaudalada del siglo XVIII tenían en Francia su norte en toda clase de cuestiones. Es de sobra conocida entre los especialistas la cuadragesimoprimera de las Cartas marruecas de Cadalso, donde se enumeran las predilecciones de los ricos pretenciosos y exquisitos de su tiempo, entre las cuales figuran las telas preciosas, los libros, los coches de caballos y las vajillas traídas de Francia, los servicios de sastres, peluqueros y maestros de baile franceses, y la asistencia a los teatros donde se ponen en escena dramas franceses traducidos.En materia de erudición y sabiduría el balance es idéntico. Si hacemos una estadística de las bibliotecas de Jovellanos, Meléndez Valdés y Pablo de Olavide, viene a resultar que en ellas entre la mitad y los dos tercios de los libros no impresos en español lo estaban en francés. Y el ideal de toda familia era enviar a su primogénito al colegio más distinguido de Europa, que estaba naturalmente en París: el llamado de Luis el Grande en honor de Luis XIV, regentado por los jesuitas hasta que fueron expulsados de Francia en 1763.Resulta verdaderamente sorprendente comprobar cómo esa veneración babosa de lo francés convive en ciertos sectores de la sociedad española con sentimientos diametralmente opuestos, en cuanto los más aferrados al casticismo y las tradiciones rancias miran cuanto hemos mencionado hasta ahora con un misoneísmo que irá cobrando fuerza a lo largo del siglo, hasta alcanzar su grado máximo ante la Revolución Francesa y la Guerra de la Independencia. A modo de anécdota conviene recordar que el primer defraudado acerca de la síntesis cultural hispanofrancesa fue paradójicamente el primer rey de la nueva dinastía, Felipe V, que acabó volviéndose loco en un país de rosario y navaja cabritera, cuya rusticidad le recordaba dolorosamente el refinamiento de su país natal, Francia, y su proximidad al trono de su sobrino Luis XV, superviviente como él de los estragos que la viruela hizo entre los descendientes de Luis XIV.Pero más allá de la anécdota palaciega, el conflicto entre la cultura francesa y la española tuvo muchas facetas en nuestro siglo XVIII, algunas de ellas teñidas de humor e ironía y desprovistas de abierta hostilidad, otras dotadas de la ferocidad de la España profunda que Goya supo reflejar mejor que nadie.En materia de estética y de preceptiva la gran aportación del siglo XVIII es el llamado Neoclasicismo, un estricto código de reglas y normas que, aun no siendo de procedencia estrictamente francesa, y teniendo además numerosos precedentes en la tradición española, era identificado por la mayoría con su acuñación en la Francia de Luis XIV. Una de las consecuencias del Neoclasicismo era la condena de la llamada “irregularidad” del teatro clásico español, fundamentalmente la comedia de capa y espada y el auto sacramental. Todo un movimiento de reivindicación literaria nacionalista surgió en la España del XVIII contra lo que se consideraba un ultraje a glorias nacionales como Lope de Vega o Calderón de la Barca.Por otra parte, los preocupados por la corrección y la pureza de la lengua hubieron de verla huir de Herodes para dar en Pilatos, es decir, pasar de la degradación del Barroco terminal que marca el fin del XVII y el comienzo del XVIII, al galicismo, la introducción indiscriminada de barbarismos tomados del francés, y la imitación de las grafías de esa lengua. El galicismo lingüístico era resultado de una moda considerada2


































































































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